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lunes, 4 de junio de 2012

La ciudad de los espejos



Mas busca en tu espejo al otro,
Al otro que va contigo.

Antonio Machado. Proverbios y cantares.


Te imaginarás por su nombre que se trataba de una ciudad decorada de espejos: donde la luz se colaba y reflejaba por todas partes…donde las esquinas, las calles y los parques se repetían de una manera interminable. Un laberinto donde todos parecían perdidos y algunas veces ya no sabían quiénes eran ellos mismos y quiénes sus reflejos.

Pero la verdad es que la ciudad de los espejos era una ciudad como cualquier otra. Con sus monumentos, con sus barrios marginales, con su hipocresía, con sus políticos (órgano burocrático de la ya mencionada hipocresía), con sus ciudadanos y ciudadanas, con perros, gatos y algún loro juguetón, con obras jodidamente ruidosas e inservibles, con casas okupadas y muchas más casas sin ocupar.
Con amaneceres por la mañana y atardeceres al anochecer. Con basura escondida e incriminatoria. Como cualquier ciudad, una colmena, un hormiguero, un lugar donde los dioses se preguntan qué fue de la humanidad. Un lugar donde los hombres se preguntan qué fue de los dioses, mientras ambos coinciden sin mezclarse ni conocerse en cafés a media tarde y burdeles en la madrugada. Una ciudad como esa.

Da igual su nombre. Son todas la misma ciudad.

Así era la ciudad de los espejos.

¿Pero entonces qué tenía de especial? Se preguntarán. No tenía nada de especial, pero sí que tenía algo inquietante. El viajero recién llegado no veía nada que la diferenciase sustancialmente de las otras ciudades… La verdad es que hacía falta algo de experiencia y convivencia con sus habitantes para empezar a darse cuenta lo que pasaba allí.

Sé que tardé en apreciarlo. La vida parecía deslizarse con toda normalidad (si es que hay vidas normales, estándares a la norma) (¿¿¿norma???), pero había algo que fallaba en las relaciones humanas y uno no sabía muy bien el qué.

Al principio eran sólo indicios: uno entraba en una tienda, sonreía y daba los buenos días. Unos buenos días monótonos y automáticos respondían, sin ninguna mirada, sin ninguna sonrisa, sin ningún gesto. Sólo un “aquí tiene su pan”. Lo mismo te pasaba cuando bajabas las escaleras y te cruzabas con alguien o cuando chocabas accidentalmente con alguien en la acera: “lo siento” respondía una boca librada de toda emoción facial.

Pensé que la gente se evadía las miradas porque quizás en esta nueva cultura fuese irrespetuoso. O a lo mejor eran poco gestuales porque su etiqueta se lo exigía.

Empecé a observar a la gente en los parques, en los bares, en los lugares comunes y me sorprendí al ver que en conversaciones importantes sí que gesticulaban, de hecho, se desvivían en gestos. La mímica lo era prácticamente todo.

Un día observé en un banco una mujer lloraba. Lloraba como nunca había visto a nadie llorar…lloraba siendo plenamente llanto…lloraba hundida en lo más profundo de su ser, como si su pena dependiese de la calidad de sus lágrimas. La otra mujer que la escuchaba se mostraba profundamente afectada, todo su rostro expresaba aflicción, sus manos hacían gestos de consuelo…pero algo no estaba bien…Ella no la miraba…sus ojos parecían en otra parte…

Así siempre…la gente parecía como ensimismada…como perdida…

En las fiestas se mostraban entusiasmados… en las reuniones reían y se desvivían por contar chistes…en las conversaciones se mostraban atentos…pero siempre como si estuvieran de lejos, como si entre ellos y los demás hubiera un abismo insondable.
Me fui acostumbrando a lo que pensé que sería una manera de vida. Hice amigos, aunque nunca conseguí llegar a intimar con ellos. Fui a fiestas, pero eran extremadamente forzadas… No había lugar a la improvisación ni a la diversión…todo estaba previsto de antemano…

Como una partida de ajedrez en la que se han ensayado los movimientos, de ejecución perfecta…pero nada divertida.

Una noche salí a tomar algo con una chica. Nos llevábamos bien, es decir, todo lo bien que podías llegar a llevarte con gente que no te miraba a los ojos. En un momento de la cena, le estaba contando algo de uno de mis viajes, una historia que me gustaba particularmente. Ella miraba ligeramente a la izquierda de mi cabeza, a unos centímetros de donde estaba realmente yo, donde estaba mi historia, mis labios, donde estaban la amistad y la vida. Y de repente se sacó una barra de labios (un pintilabios) y comenzó a retocarse. Y entonces lo vi: frente a ella, en el camino entre ambos, un poco desviado hacia el lado izquierdo, flotaba un asombroso y casi invisible espejo.

En él ella se observaba y reproducía gestos que tenía muy bien ensayados: gestos de entendimiento, sonrisas de complicidad que parecían casi espontáneas… Y sin embargo a ella no le importaba lo que yo decía, ni siquiera sé si lo escuchaba. Sólo podía verse a ella misma escuchándome. Sentí asco. Un profundo asco. No sé si hacia ella o hacia mí mismo. Y entonces abrí mi cartera, dejé un billete sobre la mesa y me levanté sin mediar palabra.

A ella no le importó lo más mínimo. Se tenía a sí misma, ella y su reflejo…su universo interior…nada más… Además no se sentía avergonzada de que la dejaran tirada en plena cena…sabía que nadie iba a estar mirando…

Porque efectivamente, ahora podía verlo, todos llevaban frente a sí un diminuto y casi invisible espejo que le impedía ver al otro. Su vida era la repetición de la imagen que tenían de ellos mismos, de sus historias y sus intereses. Fingían vivir en sociedad, pero era mentira. Era mentira. Nadie les interesaba salvo ellos mismos. Nadie existía más allá de los espejos. Principio y fin.

Una ciudad cualquiera, con su basura incriminatoria…escondida.



(A las afueras se amontonan vertederos de vidrios rotos, de aquellos que tuvieron que dejar su tierra para buscar un lugar mejor).

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