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domingo, 15 de enero de 2012

Con la cabeza entre las manos...

Con la cabeza entre las dos manos, las dos mismas manos que una semana atrás jugaban al deseo, pensaba. Pensaba y trataba de hacer lo que tarde tras tarde se le resistía: comunicar la belleza. Era mercenaria de las palabras, cobraba por cada semana llenar una columna de mentiras o verdades (daba lo mismo), de entretenimiento, a los ojos de millones de lectores anónimos. Personas que durante unos minutos olvidaban sus complejidades y se dedicaban al bálsamo episódico de la literatura.

Y todo empezó porque quería comunicar la belleza. Rozar con las palabras y los sonidos ese lugar de los sentidos que se estremece de placer y poesía. Con las pequeñas cosas, con la facilidad de anonadamiento de los niños. Así de sencillo y de complejo, dejarse anonadar por la vida y contarlo. ¡Sorpresa!

Unos labios que contienen un suspiro que contiene una esperanza. Un deseo que impertinentemente se adhiere a unas manos que sostienen una cabeza que piensa. Unas gotas que repiquetean un cristal recién limpiado. Todo para nada. Se asoma al abismo de los papeles en blanco y no ve hermosura.

Ya son años de prostitución de lengua y arte y ningún sólo acto queda atrás para redimirse. Pasan horas y pájaros. Peces de asfalto y ciudades grises sin mar. Cierra sus cuadernos y evoca, ahora sí, la belleza. Pero es tan pequeña, tan fugaz que se escapa entre una letra y la siguiente.


(…)


Esa noche volví a casa de McMallisart, allá en calle 46. Había sido un día melancólico en el que después de haber amasado como dos kilos de galletas terapéuticas en forma de corazón, de haber regado todas mis plantas y de acabar un mandala, salí a la calle sin rumbo fijo. Tenía el alma tipo-queso-cheddar , las manos llenas de cadáveres de deseos y el corazón sediento por una vez de hermosura. Llevaba un año en una ciudad lejana tratando de hacer algo con mi novela. Por ahora sólo había conseguido aprehender la intuición de una soledad que se apegotonaba en los tubos de escape de los colectivos.

Sin ninguna duda necesitaba la máquina de McMallisart. Esa máquina que conseguía arrancarme las penas y devolverme nueva y cargada de energías, una máquina extraordinaria. McMallisart no ponía objeciones a que cada cierto tiempo me colara sin previo aviso en su casa y le revolviera la cocina. Era costumbre en aquél lugar. A cambio sólo me pedía una noche, de palabras e historias. Desconozco si a los demás les hacía pagarles con lo mismo, quizás cada uno le retribuía con aquello que supiera hacer mejor. No es que contar fuera lo mejor que yo supiera hacer, era lo único por lo que vivía. Mi decisión de dedicarme a la literatura estaba tomada antes siquiera de que yo intuyera lo que era leer o escribir. Algo así viene grabado en los huesos (los genes son muchísimo menos poéticos).

McMallisart estaba pintando así que ni siquiera utilizó su máquina: sólo me abrió la puerta y me dijo “ahí tienes todo lo que necesitas”. Era increíble: una cocina entera llena de cajones pequeños y puertecitas diminutas, detrás de las cuáles había sustancias de todos los colores, texturas y formas, especias traídas de todas partes del mundo, cafés, tés, sustancias dulces y amargas, un poco de todo. Uno las mezclaba sin saber muy bien qué hacía y la máquina iba cambiando de color según el ingrediente que añadiese. Era mágico, era hermoso, ojalá pudiera describir su belleza.

El hecho es que una vez que la máquina dejaba de lanzar ruidos y vapores, olores y sueños, un pequeño apartado se abría y salía un vaso humeante. Uno lo bebía. Y así empezaba a cambiar todo: la melancolía poco a poco se diluía y una esperanza empezaba a tomar forma en algún lugar que no sé ubicar (tanta anatomía para nada).

Esa noche pinté un cuadro y le hablé como siempre a McMallisart de las cosas hermosas sobre las que no podía escribir: las estrellas del cielo sobre la selva, un biombo que dejaba entrever, la historia que me robó la vida y la vida que me robó una historia, un universo de lentejas esparcido por el suelo, una sonrisa mientras se abre un sobre, unos fuegos de artificio, una noche a la intemperie, una noche sin noche, el cristal de unas gafas de cerca, la calle de atrás de un chino… Y así pasaron las horas hasta que McMallisart se durmió, yo pinté un boceto más, le escribí un par de líneas y me fui.

Pasó bastante tiempo antes de que volviera a recordar a McMallisart y su máquina, las cosas después de todo empezaban a irme bien. Esta vez no fue mi melancolía la que me hizo recordarlo, sino un cúmulo de tristezas de los demás. Muchas de mis personitas estaban tristes y yo no podía hacer nada. Nada que se me ocurriera.

Tanto sufrían mis personitas que al final una idea vino a ocupar mi cabeza. Nada de lo que pueda enorgullecerme, he de avisar. Pensé que si McMallisart tenía ingredientes para la alegría, podría robarle unos pocos y repartirlos entre aquellos a los que amo.
Dudé, dudé, dudé… y al final me decidí. Cuando llegué a casa de McMallisart ya llevaba la culpa colgada de los labios y el crimen anclado en los dedos. Y al dormirse, llené mis múltiples bolsillos de todo lo que pude encontrar y me fui, por primera vez sin ni siquiera dejarle escritas un par de palabras.

Nunca más volví a ver a McMallisart, no porque no lo buscara sino porque cuando volví a aquel departamento en calle 46 estaba vacío y ni siquiera quedaba rastro de sus murales o de sus muebles, de sus cajones o sus extraños objetos intrigantes. Nada. Ni un rastro de que hubiese pasado por allí una de las personas más sorprendentes del universo.

Que el amor no es justificación, sino justicia lo aprendí a golpe y porrazo de desierto y vacío. Porque esa noche perdí parte de mi felicidad y mi alegría. No por la máquina estrafalaria de McMallisart, que no era (aunque tardé más de lo necesario en darme cuenta) sino otro de los estrafalarios objetos de los que se ayudaba para contar historias. No tenía nada de especial esa absurda cafetera, como no lo tenían los ingredientes de los cajones, simples colorantes. La melancolía se esfumaba porque uno compartía su tristeza y McMallisart estaba allí para escucharlo, porque tenía una forma especial de hacerte mirar el mundo, de forma que te resultaba fácil ver su belleza. Fui ingenua y egoísta y por eso perdí.


(…)


Con la cabeza entre las dos manos, las dos mismas manos que una semana atrás jugaban al deseo, pensaba. Pensaba y dejó de tratar de hacer lo que cada tarde se le resistía, la belleza no podía atraparse. La felicidad tampoco. ¡Sorpresa!

Unos labios dejan partir un suspiro que contiene una esperanza, los sentidos se estremecen de placer y poesía. Unas manos buscan nuevos deseos que se adhieran impertinentes a sus dedos. Tan fácil y tan complejo, como ser un niño y dejarse anonadar por la vida ¡Sorpresa!




[Estas palabras nacen de dos de mis necesidades. Una, transmitir la belleza, otra dar consuelo a muchas de mis personitas que resulta que están tristes. Ni una ni otra he podido suplir. Porque la belleza no puede atraparse, ni la felicidad tampoco. Llevo semanas queriendo escribir algo que os devuelva las sonrisas. Pero no soy capaz. Sólo sé que tenemos que volver a ser niños y poder jugar y dejarnos sorprender. Si no, podéis pasarse por casa, tengo una cafetera con tanta personalidad que nada le envidia a la máquina de McMallisart (ver la entrada rebelión en la cocina) y podemos compartir libertad y belleza. Os quiero personitas.]

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