Páginas


jueves, 28 de junio de 2012

Para dibujar un sueño


Para dibujar un sueño, antes que nada, tenemos que elegir una perspectiva: eso es, decidir desde dónde queremos verlo. Podemos mirarlo desde arriba y así ver cómo crece poco a poco mientras lo vamos alimentando (esta vista se llama planta, y tiene que tener profundas raíces). Podemos mirarlo de frente, sin arredrarnos, para medir los pasos que nos faltan por alcanzarlo (en línea recta o en círculos). También podemos elegir un contrapicado, de abajo a arriba y ascender como quien escala una montaña, conteniendo el aliento, quedándonos sin aire.

Luego podemos escoger un punto de fuga. A pesar de su nombre no nos servirá para huir de nuestro sueño, pues los sueños si son tales, nunca, nunca, nunca, nos permitirán abandonarlos. El punto de fuga es el lugar por donde los caminos de nuestro sueño convergen en el horizonte. Es allí donde se asienta nuestra utopía, existente y expectante a nuestros ojos, inalcanzable en el presente a nuestros pasos. La estela que dirigirá nuestros trazos.

Y entonces tenemos que decidirnos, vencer el horror al vacío y la nada, e ir hiriendo al papel con nuestras líneas. Al principio indecisas y suaves, poco a poco más decididas y penetrantes. Ir con los pedazos de grafito, construyendo trazos, los trazos construyendo formas. Yendo de lo pequeño a lo inmenso. Construyéndolo, inventándolo. Construyéndonos, inventándonos. Arquitectos de lo impensable, de lo imposible, de lo fantástico.

Para dibujar un sueño, una vez elegida su forma, tenemos que darle profundidad. No bastan los sueños planos, no, no bastan. Necesitamos sueños profundos que se arraiguen en nuestras noches para que no nos lo robe la mañana. Que se anclen en las aceras para que no nos los atropellen las ciudades y su prisa y su vorágine. Que atraquen en nuestros puertos para que no los lleven las olas y las tormentas. Sueños con aristas y volutas, con lugares donde poder jugar al escondite con la vida. O donde refugiarse de la muerte. Sueño-casa. Sueño-parapeto. Sueño-trinchera.

Y ver de dónde vendrá la luz, qué quedará envuelto en sombras. Porque tenedlo seguro, habrá luces y habrá sombras. En todo sueño que se precie las hay. Pero no temed a las sombras: pueden ser vuestras aliadas, vuestras amigas. A veces lo mejor de un sueño es eso que no alcanza a ver el resto,eso que sólo entiende el que mira con algo más que los ojos. Sombra- cómplice. Sombra-esfinge.

Así ,siguiendo paso por paso tendreís un sueño. Aunque la verdad, para qué engañaros, es que con eso sólo tendréis el boceto de un sueño. Porque racionalmente es lo máximo que puede conseguirse. Es lo más complejo que puede explicarse. Para dar la forma definitiva a un sueño. para que se haga indeleble, no bastan las instrucciones.

Un sueño que se merezca ese nombre no puede buscarse, un sueño de verdad te encuentra. Tú puedes haber dibujado un esbozo, haber creado sus contornos, haber perfilado su sombra. Y así vas por la vida, con ese sustrato vivo palpitándote dentro , con una media sonrisa despeñándose de un labio, hasta que de repente, un fogonazo de luz te deslumbra e imprime para siempre en ti una imagen, una idea, un verdadero sueño.

Si el boceto no está listo, aunque se crucen una y otra vez con vosotros las imágenes de vuestros sueños, no sabréis reconocerlas.

Por ello tenemos que llenar los muros del mundo con bocetos de nuestros sueños para que cuando llegue el momento, el sustrato esté listo y entonces se enciendan las luces y ya nada pueda pararnos.


¡Vamos a dibujar!




[Para un fogonazo de luz en forma de sonrisa que jamás abandonará mis sueños]

martes, 12 de junio de 2012

Enemigos del tiempo

Traigo para ti un par de quizás inverosímiles
pero incuestionables verdades.
Una que quizás intuyeras
es que no existe el tiempo.
Lo crearon esas personas que se pasan horas tras una barrera
Para ver pasar una carrera,
un sólo instante.
Esos que resoplan en el metro
y corren por las escaleras mecánicas.
Los trenes que siempre salen y llegan a la hora exacta.
No sé, pero está claro que el destino
Nunca bajará de uno de esos trenes.
¡Ah solitarias estaciones!
Adioses eficientes
(que no eficaces, que nunca eficaces).

Para gente como tú y como yo no existe el tiempo.
Para nosotros: seres disfuncionales en una sociedad disfuncional.
Perfectos tocadores de narices.
Tomadores de café.
Escritores del insomnio.
Soñadores de los días.
Encarcelados por escándalo público.
Zurcidores de banderas imposibles:
banderas no-banderas.
Anagramas pintados en la pared de los laberintos.
Libertades en la pared de las cárceles.
Los enemigos del tiempo y de las horas.
Los observadores del mar.
Los músicos sin partitura.
Los que asesinaron a los relojes
Por no ponerle una pila.
O los que los tiraron por la ventana.
Esos que tras un aluvión de vida...
..............................
(con sus correspondientes aciertos y fracasos).......
..............................
se miran a los ojos.................
sonríen ..............
...........y se reconocen.

La otra verdad es más incierta
y quizás más abstracta.
La otra verdad es que yo no existo.
No existo salvo en las paredes,
en ese tren que no llega,
en las no- banderas.
No existo en la sociedad-suciedad.
No existo salvo que tras un aluvión de vida...
...............................
(aciertos y fracasos…fracasos)....
...............
Me mire en tus ojos.......
...........................
y entonces................
............ me reconozca.




[A todos los asesinos de horas, los exprimidores del tiempo. En especial a los de los buzones azules y los que tienen, como yo, la enfermedad de la palabra: esa fiebre insomne que te amenaza y te salva la vida]

lunes, 4 de junio de 2012

De vuelta al Destino (o Torre Vigía II)



Remember: Torre Vigía http://decafelitoychocolate.blogspot.com.es/2011/06/torre-vigia.html


No me di cuenta que llevaba la cabeza gacha, hasta que una sombra incoherente se cruzó en mi camino.
En ese momento se mezclaron diversos sentimientos: pena, al percatarme de que llevaba un rato con la cabeza hundida, replegada sobre mí misma. Asombro, al ver como los detalles de la calle habían ido penetrando en mi ser, en mi ánimo, de manera imperceptible. Había recogido pasos, huellas, escalones, colillas y sobretodo sombras.

Sombras voladoras de gaviotas y palomas, sombras de señales de prohibido, no-sombras de árboles caídos, miradas sombrías… Y esta sombra incoherente, de forma a-sombrosa que ahora me hacía alzar los ojos para saber de dónde provenía…

Tenía las formas sinuosas de una mujer, pero terminada en una cola de pescado. Sí. Era la sombra de una sirena, reflejada una ventana y luego más difusamente en el suelo. Y a mí las sirenas me traen muy buenos recuerdos…así que sonreí mientras mis ojos buscaban lo que mi corazón ya sabía que había encontrado: una plazoletilla perdida, a la que siempre llego sin darme cuenta…unos bancos….una fuente…un par de naranjos… y el escaparate de una tienda de anticuario a la que hacía años que soñaba con volver.

Allí colgaba el cartel de madera “Sirenas” como un presagio, moviéndose con el viento, columpiándose en un leve vaivén. Entré con el corazón latiéndome a toda prisa, con los cinco sentidos puestos en cada objeto, objetos que se realzaban a sí mismos como si tuvieran luz propia, como si fueran un espejismo. Tal es el efecto que suele causarme la belleza: me extasía, me corta la respiración y el habla, me rompo en pedazos de mí misma (no en un sentido negativo, sino aumentando mi superficie de contacto con el mundo) y rompo en pedazos cualquier objeto frágil que trate de asir.

Por eso en un primer instante sólo estuve. No sé por cuánto tiempo. Pero es magnífico cuando uno puede sólo estar, y ser feliz con ello, sin necesidad de pensar en nada. Luego se agolparon en mí los recuerdos y las ideas y las palabras… La última vez salí de aquí con el corazón lleno y un barco de papel en las manos (y un barbero de barro en la mochila ;)) ahora entraba con un barco de papel para siempre en la piel de mi espalda y el corazón como un tangram al que debía buscarle una nueva forma.

Indudablemente sonaba Gardel. Mano a mano en un tocadiscos que imprimía a la melodía tintes melancólicos de auténtico tango. Y la puerta que daba a la escalera…la puerta que subía al Destino…abierta como siempre, invitándote a seguir.

Esa torre…ya pensé que había perdido para siempre esa torre…

Subí sin sentir ningún reparo la escalera. Me sentía segura. Cuando uno encuentra su Destino es fácil correr hacia él: lo piden los pies, la cabeza, el cuerpo entero que grita ¡ahora!

Llamé a la puerta, y una voz me dijo “Pasa Ina, ya tengo listo el café”. No pregunté nada, imaginé que me vio llegar a la plaza, pero me encantó ver que a pesar de los años recordaba mi nombre.
Ahora no quedaban rastros de sus creaciones de papel pero sus innumerables pilas de libros seguían rodeando las paredes, encuadrando fotos y retratos. Por allí encima seguían Las Ciudades Invisibles y volví a sonreír. Desde entonces había vuelto algunas veces al libro y me había regalado conversaciones fascinantes.

-¿ Sabes? Es de esos libros que uno nunca acaba de leer, dije recordando las palabras de Irene. De los que acaba apareciendo una y otra vez en tu vida.

Él sonrió. Era precioso escuchar una sonrisa en el Destino. Era lógico, y normal, pero no por ello dejaba de ser hermoso

–Sí-dijo- A mí me encanta la ciudad de los espejos.

Yo no la recordaba.–No la recuerdo- dije.

-Bueno quizás no exista necesariamente en el libro…quizás ,me la contó Marco Polo allá en el palacio del Kublai Kan…




`[La historia continúa en la siguiente entrada "La ciudad de los espejos"]

La ciudad de los espejos



Mas busca en tu espejo al otro,
Al otro que va contigo.

Antonio Machado. Proverbios y cantares.


Te imaginarás por su nombre que se trataba de una ciudad decorada de espejos: donde la luz se colaba y reflejaba por todas partes…donde las esquinas, las calles y los parques se repetían de una manera interminable. Un laberinto donde todos parecían perdidos y algunas veces ya no sabían quiénes eran ellos mismos y quiénes sus reflejos.

Pero la verdad es que la ciudad de los espejos era una ciudad como cualquier otra. Con sus monumentos, con sus barrios marginales, con su hipocresía, con sus políticos (órgano burocrático de la ya mencionada hipocresía), con sus ciudadanos y ciudadanas, con perros, gatos y algún loro juguetón, con obras jodidamente ruidosas e inservibles, con casas okupadas y muchas más casas sin ocupar.
Con amaneceres por la mañana y atardeceres al anochecer. Con basura escondida e incriminatoria. Como cualquier ciudad, una colmena, un hormiguero, un lugar donde los dioses se preguntan qué fue de la humanidad. Un lugar donde los hombres se preguntan qué fue de los dioses, mientras ambos coinciden sin mezclarse ni conocerse en cafés a media tarde y burdeles en la madrugada. Una ciudad como esa.

Da igual su nombre. Son todas la misma ciudad.

Así era la ciudad de los espejos.

¿Pero entonces qué tenía de especial? Se preguntarán. No tenía nada de especial, pero sí que tenía algo inquietante. El viajero recién llegado no veía nada que la diferenciase sustancialmente de las otras ciudades… La verdad es que hacía falta algo de experiencia y convivencia con sus habitantes para empezar a darse cuenta lo que pasaba allí.

Sé que tardé en apreciarlo. La vida parecía deslizarse con toda normalidad (si es que hay vidas normales, estándares a la norma) (¿¿¿norma???), pero había algo que fallaba en las relaciones humanas y uno no sabía muy bien el qué.

Al principio eran sólo indicios: uno entraba en una tienda, sonreía y daba los buenos días. Unos buenos días monótonos y automáticos respondían, sin ninguna mirada, sin ninguna sonrisa, sin ningún gesto. Sólo un “aquí tiene su pan”. Lo mismo te pasaba cuando bajabas las escaleras y te cruzabas con alguien o cuando chocabas accidentalmente con alguien en la acera: “lo siento” respondía una boca librada de toda emoción facial.

Pensé que la gente se evadía las miradas porque quizás en esta nueva cultura fuese irrespetuoso. O a lo mejor eran poco gestuales porque su etiqueta se lo exigía.

Empecé a observar a la gente en los parques, en los bares, en los lugares comunes y me sorprendí al ver que en conversaciones importantes sí que gesticulaban, de hecho, se desvivían en gestos. La mímica lo era prácticamente todo.

Un día observé en un banco una mujer lloraba. Lloraba como nunca había visto a nadie llorar…lloraba siendo plenamente llanto…lloraba hundida en lo más profundo de su ser, como si su pena dependiese de la calidad de sus lágrimas. La otra mujer que la escuchaba se mostraba profundamente afectada, todo su rostro expresaba aflicción, sus manos hacían gestos de consuelo…pero algo no estaba bien…Ella no la miraba…sus ojos parecían en otra parte…

Así siempre…la gente parecía como ensimismada…como perdida…

En las fiestas se mostraban entusiasmados… en las reuniones reían y se desvivían por contar chistes…en las conversaciones se mostraban atentos…pero siempre como si estuvieran de lejos, como si entre ellos y los demás hubiera un abismo insondable.
Me fui acostumbrando a lo que pensé que sería una manera de vida. Hice amigos, aunque nunca conseguí llegar a intimar con ellos. Fui a fiestas, pero eran extremadamente forzadas… No había lugar a la improvisación ni a la diversión…todo estaba previsto de antemano…

Como una partida de ajedrez en la que se han ensayado los movimientos, de ejecución perfecta…pero nada divertida.

Una noche salí a tomar algo con una chica. Nos llevábamos bien, es decir, todo lo bien que podías llegar a llevarte con gente que no te miraba a los ojos. En un momento de la cena, le estaba contando algo de uno de mis viajes, una historia que me gustaba particularmente. Ella miraba ligeramente a la izquierda de mi cabeza, a unos centímetros de donde estaba realmente yo, donde estaba mi historia, mis labios, donde estaban la amistad y la vida. Y de repente se sacó una barra de labios (un pintilabios) y comenzó a retocarse. Y entonces lo vi: frente a ella, en el camino entre ambos, un poco desviado hacia el lado izquierdo, flotaba un asombroso y casi invisible espejo.

En él ella se observaba y reproducía gestos que tenía muy bien ensayados: gestos de entendimiento, sonrisas de complicidad que parecían casi espontáneas… Y sin embargo a ella no le importaba lo que yo decía, ni siquiera sé si lo escuchaba. Sólo podía verse a ella misma escuchándome. Sentí asco. Un profundo asco. No sé si hacia ella o hacia mí mismo. Y entonces abrí mi cartera, dejé un billete sobre la mesa y me levanté sin mediar palabra.

A ella no le importó lo más mínimo. Se tenía a sí misma, ella y su reflejo…su universo interior…nada más… Además no se sentía avergonzada de que la dejaran tirada en plena cena…sabía que nadie iba a estar mirando…

Porque efectivamente, ahora podía verlo, todos llevaban frente a sí un diminuto y casi invisible espejo que le impedía ver al otro. Su vida era la repetición de la imagen que tenían de ellos mismos, de sus historias y sus intereses. Fingían vivir en sociedad, pero era mentira. Era mentira. Nadie les interesaba salvo ellos mismos. Nadie existía más allá de los espejos. Principio y fin.

Una ciudad cualquiera, con su basura incriminatoria…escondida.



(A las afueras se amontonan vertederos de vidrios rotos, de aquellos que tuvieron que dejar su tierra para buscar un lugar mejor).

viernes, 25 de mayo de 2012

Todo empezó, como empiezan la mayor parte de las cosas que merecen la pena: como un juego. Estaban los cinco tirados en una habitación hablando, sólo eso. O quizás decir sólo eso sería pecar de simplicidad: hablaban y a veces, callaban.
Callaban en silencios que merecen la pena ser contados.

El hecho es que bien podría parecer que perdían el tiempo. Nada más lejos de la realidad: se recreaban.
Estaban sentando las bases de una revolución.
Una revolución en sus vidas, que no es poco.
Preparaban un espectáculo callejero.

Hablaban y a veces, callaban.
Callaban en silencios que merecen la pena ser contados.

domingo, 20 de mayo de 2012

Me dices que no existe. Que no está en el diccionario. Y sin embargo es. No hay duda de que así sea. La reconoce mi lengua que tiembla ante su presencia, que se estremece con su tacto ya sea de lija o de algodón.
Dan fe mis poros, mis pelos enervados por una piel que se encoge y retrocede.

Le tengo miedo o la amo o la sueño o la percibo o la ignoro o la sufro.

Es la no-palabra. Que no el silencio. Que no lo omitido. Es esa palabra que suena con la potencia de la tormenta sin que la boca exhale el más mínimo sonido. Es lo que nos contamos cuando cruzamos las miradas y soñamos un beso. O ejecutamos un beso.

Es la no-palabra. La que se despeña de tus labios y vaticina una sonrisa. O un chiste. O la metralla de un adiós.
Es esa capaz de enaltecerme o de humillarme. Esa que me susurra un nombre al oído cada vez que escucho las palabras “chocolate”, “peluca”, “azul”, “papilla”, “puta” o “amarillo”.

Es la no- palabra entre las palabras, la que siempre dice la mayor verdad. La que golpea con mayor ahínco mis sentidos. La que a veces sobresale entre el ruido. La que destaca entre los pliegues de la nada. La que tiende puentes. La que abre abismos. La que sobra en los discursos de los políticos y la que nunca supieron atrapar los poetas.

Y su percepción…( ¿don o castigo?), …nos persigue a las afueras de los léxicos y los idiomas. Nace en el origen de lo humano. Juega con nuestros destinos y nuestros azares.

Y dices que no existe. Y sin embargo yo la temo.
Y la amo.
Y la sueño.
Y la sufro.
No puedo ignorarla, porque la percibo:
tengo los ojos y los oídos hechos a ella, a la no-palabra.

miércoles, 28 de marzo de 2012

A veces...

La vida, a veces es una selva tupida, llena de vegetación, humedad relativa del 200%. Otras veces es desierto, arena caliente, noches frías y gran luna.
Mire a donde mire mi vista sólo alcanza a ver arena.
Un paso, otro, huellas.
Una vez conocí una selva.
Me separan de ella kilómetros de océano y un insistente y atroz paso de horas.
Hoy toca desierto.
LA vida parece molesta, cualquiera diría que le han robado (una hora, para ser exactos)
(y un par de corazones, para ser concretos).
Sin embargo ¡bendito espejismo! Entre días de paisaje inmutable aparece una choza.
Me acerco.
Tapado con una madera hay un pozo.
Dudo hasta el instante en que lo toco, en que mis manos admiten su existencia.
Existe.
Existe.
Hasta que no contemplé la posibilidad de que existiera el agua, no había sentido mi verdadera sed.
Y allí estaba.
Mi sed.
El agua, el pozo.
Mi sed. Mis huellas.
Pero mis ojos ya buscaban más allá, hacia la choza.
Un pozo sólo existe porque una boca así lo requiere.
Porque una sed le da consistencia y forma, lo cava y explota.
Y he aquí que mis pies casi corrieron hasta la puerta,
mi sed buscando otra sed con la que identificarse
mi boca asombrada de la posible existencia de otras bocas.
Desierto.
La vida a veces es selva, a veces desierto.
El agua a veces se abre paso como lluvias torrenciales
pero es en el mismo seno del fuego
donde uno comprende su valor.
Boca.
Tras una puerta entreabierta que existe.
¡Dios! Me apoyo en su existencia para no caer,
sobrepasada por la impresión de que verdaderamente exista.
El pozo.
La choza.
Yo misma y mi sed.
La vida.
Boca.
Una boca de un anciano existe y me sonríe tras una mesa en una habitación casi vacía.
Me invita a sentarme, me ofrece té.
Parece muy sabio.
Me quemo en la impaciencia de beber.
Él se ríe, su risa me da a entender que él ya se ha quemado muchas veces.
Trata de decirme algo, gesticula.
No lo comprendo.
Manos. Manos que hablan como si lo supieran todo. Como si tuvieran vida...
Vida.
Me río y me encojo de hombros, con un gesto que quiere decir que no lo comprendo.
Y sin embargo ahí me quedo mirándolo, ensimismada, observando sus gestos.
Yo trato de explicarle mi camino, hablarle de la selva, de las dunas, de las ciudades invisibles, de las ciudades que no duermen, de las ciudades con mar, de los amaneceres de luna porque nunca conseguí ver amanecer al sol...
De mis huellas.
Él sonreía y se encogía de hombros, es probable que no me entendiese.
Así pasamos las horas. Porque el desierto no entiende de relojes. De los jodidos relojes no entiende el desierto.
La vida a veces es selva, a veces desierto.
A veces es sólo vida.
Y entonces es cuando más merece la pena.
Cuando miras a tu alrededor y no hay prácticamente nada.
Noche.
Esa noche, cansados de hablar, el anciano se tumbó en un jergón. Yo me enrollé en mi abrigo y fingí que dormía.
Cuando escuché su respiración tranquila, de sueño, salí a la noche.
Noche.
Miré al cielo cuajado de estrellas.
Una pasó como si huyera.
Fugaz.
No porque fuera fugaz, sino por sentirme identificada, me sinceré con ella.
Y mi boca y mi sed le gritaron a la noche:

¿Quién pude enseñarme el idioma universal?
Porque yo al menos, no entiendo al amor.
La vida... a veces...



[Al mayor de mis espejismos, gracias por toda la poesía que me has regalado. Gracias por existir, aunque no pueda definirte ni alcanzarte ni en el espacio, ni en el tiempo]

domingo, 15 de enero de 2012

Con la cabeza entre las manos...

Con la cabeza entre las dos manos, las dos mismas manos que una semana atrás jugaban al deseo, pensaba. Pensaba y trataba de hacer lo que tarde tras tarde se le resistía: comunicar la belleza. Era mercenaria de las palabras, cobraba por cada semana llenar una columna de mentiras o verdades (daba lo mismo), de entretenimiento, a los ojos de millones de lectores anónimos. Personas que durante unos minutos olvidaban sus complejidades y se dedicaban al bálsamo episódico de la literatura.

Y todo empezó porque quería comunicar la belleza. Rozar con las palabras y los sonidos ese lugar de los sentidos que se estremece de placer y poesía. Con las pequeñas cosas, con la facilidad de anonadamiento de los niños. Así de sencillo y de complejo, dejarse anonadar por la vida y contarlo. ¡Sorpresa!

Unos labios que contienen un suspiro que contiene una esperanza. Un deseo que impertinentemente se adhiere a unas manos que sostienen una cabeza que piensa. Unas gotas que repiquetean un cristal recién limpiado. Todo para nada. Se asoma al abismo de los papeles en blanco y no ve hermosura.

Ya son años de prostitución de lengua y arte y ningún sólo acto queda atrás para redimirse. Pasan horas y pájaros. Peces de asfalto y ciudades grises sin mar. Cierra sus cuadernos y evoca, ahora sí, la belleza. Pero es tan pequeña, tan fugaz que se escapa entre una letra y la siguiente.


(…)


Esa noche volví a casa de McMallisart, allá en calle 46. Había sido un día melancólico en el que después de haber amasado como dos kilos de galletas terapéuticas en forma de corazón, de haber regado todas mis plantas y de acabar un mandala, salí a la calle sin rumbo fijo. Tenía el alma tipo-queso-cheddar , las manos llenas de cadáveres de deseos y el corazón sediento por una vez de hermosura. Llevaba un año en una ciudad lejana tratando de hacer algo con mi novela. Por ahora sólo había conseguido aprehender la intuición de una soledad que se apegotonaba en los tubos de escape de los colectivos.

Sin ninguna duda necesitaba la máquina de McMallisart. Esa máquina que conseguía arrancarme las penas y devolverme nueva y cargada de energías, una máquina extraordinaria. McMallisart no ponía objeciones a que cada cierto tiempo me colara sin previo aviso en su casa y le revolviera la cocina. Era costumbre en aquél lugar. A cambio sólo me pedía una noche, de palabras e historias. Desconozco si a los demás les hacía pagarles con lo mismo, quizás cada uno le retribuía con aquello que supiera hacer mejor. No es que contar fuera lo mejor que yo supiera hacer, era lo único por lo que vivía. Mi decisión de dedicarme a la literatura estaba tomada antes siquiera de que yo intuyera lo que era leer o escribir. Algo así viene grabado en los huesos (los genes son muchísimo menos poéticos).

McMallisart estaba pintando así que ni siquiera utilizó su máquina: sólo me abrió la puerta y me dijo “ahí tienes todo lo que necesitas”. Era increíble: una cocina entera llena de cajones pequeños y puertecitas diminutas, detrás de las cuáles había sustancias de todos los colores, texturas y formas, especias traídas de todas partes del mundo, cafés, tés, sustancias dulces y amargas, un poco de todo. Uno las mezclaba sin saber muy bien qué hacía y la máquina iba cambiando de color según el ingrediente que añadiese. Era mágico, era hermoso, ojalá pudiera describir su belleza.

El hecho es que una vez que la máquina dejaba de lanzar ruidos y vapores, olores y sueños, un pequeño apartado se abría y salía un vaso humeante. Uno lo bebía. Y así empezaba a cambiar todo: la melancolía poco a poco se diluía y una esperanza empezaba a tomar forma en algún lugar que no sé ubicar (tanta anatomía para nada).

Esa noche pinté un cuadro y le hablé como siempre a McMallisart de las cosas hermosas sobre las que no podía escribir: las estrellas del cielo sobre la selva, un biombo que dejaba entrever, la historia que me robó la vida y la vida que me robó una historia, un universo de lentejas esparcido por el suelo, una sonrisa mientras se abre un sobre, unos fuegos de artificio, una noche a la intemperie, una noche sin noche, el cristal de unas gafas de cerca, la calle de atrás de un chino… Y así pasaron las horas hasta que McMallisart se durmió, yo pinté un boceto más, le escribí un par de líneas y me fui.

Pasó bastante tiempo antes de que volviera a recordar a McMallisart y su máquina, las cosas después de todo empezaban a irme bien. Esta vez no fue mi melancolía la que me hizo recordarlo, sino un cúmulo de tristezas de los demás. Muchas de mis personitas estaban tristes y yo no podía hacer nada. Nada que se me ocurriera.

Tanto sufrían mis personitas que al final una idea vino a ocupar mi cabeza. Nada de lo que pueda enorgullecerme, he de avisar. Pensé que si McMallisart tenía ingredientes para la alegría, podría robarle unos pocos y repartirlos entre aquellos a los que amo.
Dudé, dudé, dudé… y al final me decidí. Cuando llegué a casa de McMallisart ya llevaba la culpa colgada de los labios y el crimen anclado en los dedos. Y al dormirse, llené mis múltiples bolsillos de todo lo que pude encontrar y me fui, por primera vez sin ni siquiera dejarle escritas un par de palabras.

Nunca más volví a ver a McMallisart, no porque no lo buscara sino porque cuando volví a aquel departamento en calle 46 estaba vacío y ni siquiera quedaba rastro de sus murales o de sus muebles, de sus cajones o sus extraños objetos intrigantes. Nada. Ni un rastro de que hubiese pasado por allí una de las personas más sorprendentes del universo.

Que el amor no es justificación, sino justicia lo aprendí a golpe y porrazo de desierto y vacío. Porque esa noche perdí parte de mi felicidad y mi alegría. No por la máquina estrafalaria de McMallisart, que no era (aunque tardé más de lo necesario en darme cuenta) sino otro de los estrafalarios objetos de los que se ayudaba para contar historias. No tenía nada de especial esa absurda cafetera, como no lo tenían los ingredientes de los cajones, simples colorantes. La melancolía se esfumaba porque uno compartía su tristeza y McMallisart estaba allí para escucharlo, porque tenía una forma especial de hacerte mirar el mundo, de forma que te resultaba fácil ver su belleza. Fui ingenua y egoísta y por eso perdí.


(…)


Con la cabeza entre las dos manos, las dos mismas manos que una semana atrás jugaban al deseo, pensaba. Pensaba y dejó de tratar de hacer lo que cada tarde se le resistía, la belleza no podía atraparse. La felicidad tampoco. ¡Sorpresa!

Unos labios dejan partir un suspiro que contiene una esperanza, los sentidos se estremecen de placer y poesía. Unas manos buscan nuevos deseos que se adhieran impertinentes a sus dedos. Tan fácil y tan complejo, como ser un niño y dejarse anonadar por la vida ¡Sorpresa!




[Estas palabras nacen de dos de mis necesidades. Una, transmitir la belleza, otra dar consuelo a muchas de mis personitas que resulta que están tristes. Ni una ni otra he podido suplir. Porque la belleza no puede atraparse, ni la felicidad tampoco. Llevo semanas queriendo escribir algo que os devuelva las sonrisas. Pero no soy capaz. Sólo sé que tenemos que volver a ser niños y poder jugar y dejarnos sorprender. Si no, podéis pasarse por casa, tengo una cafetera con tanta personalidad que nada le envidia a la máquina de McMallisart (ver la entrada rebelión en la cocina) y podemos compartir libertad y belleza. Os quiero personitas.]