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jueves, 23 de junio de 2011

Historias del circo I

I. EL DESEQUILIBRIO

Nunca nadie manejó el arte de volar como Shedu. El suyo era un tiempo agradable para los niños y para el circo, aunque usar Shedu y tiempo en dos frases consecutivas bien podría destrozar toda la veracidad de mi relato: porque cuando Shedu subía al trapecio, el tiempo dejaba de existir...

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Fue el tiempo lejano y parcialmente olvidado en el que yo era una niña de ocho años que descubría por primera vez el circo. Ese verano cambió todo o terminó todo o quizás empezó todo... Lo cierto es que fue un verano feliz.

Mi casa era una de esas que aún quedaba a las afueras de una ciudad en constante crecimiento, y por eso yo envidiaba a mis amigas que ahora en vacaciones podrían pasear por calles llenas de gente y ver a los mimos y músicos en las grandes avenidas peatonales. Por mi parte, pasaría el verano recogiendo lagartijas y caracoles come-girasoles de la vereda, tirada en las horas de puro sol bajo los olivos esperando aparecer los duendecillos de las aceitunas.

Un par de veces al día pasaba el tren y yo lo observaba muda sobre mi cabeza...siempre sobrecogida por la idea de que un monstruo enorme y ruidoso de metal transitara por encima mía. Desde pequeña mi padre había intentado explicarme que es normal si vives en la loma de una montaña que haya cosas sobre ti. Pero a mí no me parecía tan lógico: las cosas pesadas debían estar definitivamente unidas al suelo y las más ligeras sobre ellas. Era mi más firme convicción infantil sobre la disposición de las cosas y por ello era verdad: pura física, pura lógica y puro equilibrio.

Ya habían pasado los diez primeros días de julio y el aburrimiento se estaba apoderando de mí. Había conseguido entretenerme unos días en la construcción de una casita de madera para mi gallina favorita, y luego un par de ellos persiguiéndola para intentar que entrase en ella. A ello le siguieron un par de días de desilusión y después...nada.

Pero ese verano iba a ser diferente: a los pocos días empezaron a llegar a la explanada junto a nuestra casa camiones, coches y caravanas... Pregunté intrigada: era el circo. Mamá me dijo que tuviera cuidado con los circeses, que podían ser gente muy extraña. Siempre he creído que los padres no saben el reclamo que resultan las palabras “extraño” o “peligroso” para los niños.

Esa misma tarde paseaba entre las caravanas y los camiones, de donde gente por lo demás bastante normal, descargaba disfraces llamativos y multitud de objetos desconocidos para mí. Me quedaba embobada escuchando las órdenes enfadadas de uno, las bromas celebradas de otros, pero justo ese día vinieron mis primos a casa y mi madre vino a buscarme con cara de pocos amigos.

Al día siguiente me levanté con la idea fija de buscar a los payasos y me perdí entre caravanas y ajetreados circenses, sin encontrarlos. En un momento dado me llamó la atención las faldas vaporosas de bailarina que llevaban unas mujeres por allí...me acerqué a ellas pero entraron corriendo bajo la carpa.

Hablaba a ratos con mucha gente distinta y Mauricio, uno de los domadores, siempre me invitaba a limonada fría cuando empezaba a caer la tarde, después de haber terminado su actuación vespertina.
Me había enamorado del circo y a ratos quería ser contorsionista, payaso o domadora. Lo extraño es que me encantaba lo que ellos me contaban que era el circo, pero nunca había estado bajo la carpa para ver sus actuaciones. Me parecía emocionante lo que Maricio hacía con los leones o chistoso eso de que Luis le tirara tartas en la cara a Luca. Pero los leones o incluso las tartas sólo eran producto de mi imaginación. Por eso esa tarde, cuando conocí a Shedu, sólo pude imaginármelo agarrándose a las telas y colgándose de ellas: pero no me pareció hermoso ni grácil, porque mi mente no podía concebir la idea de que un hombre de su tamaño pudiera simplemente alzar los pies del suelo.

Para mí el trapecio, la cuerda aérea o la tela eran territorio de la mujer, ligera aunque fuera fuerte, capaz de moverse en el aire por su arquitectura ligera y nada angulosa.
Y sin embargo todos decían que ver a Santi en el aire, era el mejor espéctaculo del circo.
Creo que no lo conté antes: Shedu se llamaba Santiago Pérez, pero le habían cambiado el nombre porque no era artístico. La verdad, yo tampoco creería nunca que alguien que se llame así pudiese volar, pero era un nombre bonito: así se llamaba mi abuelo el de la costa, el que tenía el barquito e iba por las rocas recogiendo cangrejos y burgaillos. Se lo conté, pero no sabía que era un burgaillo, lo mismo sólo existían en el sur (pensé yo). Él a cambio me contó la historia de por qué Shedu. Yo sin embargo sólo lo escuché a medias, pensando como estaba en el vaivén de la barquita del abuelo.

Pasadas las primeras semanas, la gente empezó a comprar menos entradas y quedaban asientos libres así que me invitaron a entrar y ver por una vez el verdadero circo.

El simple hecho de atravesar el hueco que las dos telas de la carpa dejaban libre para pasar al público era emocionante. Dentro, cientos de niños sonreían, miraban a todas partes, se entusiasmaban e impacientaban mientras cientos de adultos trataban de disimular lo entusiasmados e impacientes que estaban, mirando a todas partes... Un redoble..., luces que se apagan..., luces que se encienden.., humo..., Antón que vestido de lentejuelas nos saluda y nos da la bienvenida a su circo...

Y así comenzaba la magia...Nunca ni en mi más fantástica imaginación de niña pequeña y creativa hubiese sido capaz de imaginar aquello. Las imágenes y sentimientos se agolpaban en mí, de forma que no sabía si quería reír, llorar o incluso a veces gritar de miedo al ver a los verdaderos leones, las verdaderas tartas, los verdaderos bailes.

Pero nada cambió mi vida como el momento en el que vi a Shadu subirse a las telas y al trapecio.
Su espalda y su pecho, ahora semicubierto con una malla ajustada, se veían más grandes aún que cuando vestía ropa común: sin embargo sus músculos y tendones, contraídos para hacer el esfuerzo de sostenerse en el aire, no parecían darse cuenta del esfuerzo. No temblaba, no dudaba.
Giraba, se envolvía, se balanceaba, se dejaba caer, se sostenía con los pies. Volaba.
Y yo temblaba, dudaba, contenía el aliento, me sentía caer. A veces quería girar la cabeza o mirarme a los pies, pero como un imán su imagen volvía a atrapar mi mirada.
A veces sentía que yo era la que estaba bocabajo. Y entonces comprendí que yo no sabía nada de la física.

Comenzó a columpiarse y sus brazos, demasiado grandes para que parecieran alas, demasiado toscos en tierra, parecían continuación de la tela en el aire. Ligeros, suaves. Entonces se soltó y literalmente planeó por los aires hasta alcanzar un trapecio en el que ninguno de los que estabábamos allí habíamos reparado antes. Mi corazón se paró, dejé de respirar, y comprendí que si él estaba vivo y todos nosotros (helados, sin sangre ni oxígeno en nuestras venas) seguíamos vivos, era porque el tiempo se detenía. No era lógico, pero tuve una firme convicción infantil de que era verdad. Quizás hasta ahora, yo no sabía nada de la lógica.

Y tras quién sabe cuánto tiempo más, o no-tiempo más estuvo allí, haciéndonos creer lo imposible, hasta que tras un triple giro cayó de pie sobre la tierra, apelmazada por unas cuantas actuaciones y por el miedo al aterrizaje. Y el circo se puso en pie. Los corazones de repente volvieron a funcionar, el tiempo volvió a su sitio, se sacudieron los cuerpos en vítores y palmas. Y yo me sentí mareada, no podía seguir viendo nada más. Como estaba junto al pasillo me levanté y comencé a bajar las escaleras, temblaba. Tropecé y rodé hasta el final. Tampoco sabía nada del equiibrio.

Ni que decir tiene que esa noche no pude dormir, ni las siguientes. Me había enamorado de Shedu, de Santi como me gustaba imaginar que le llamaba. Y pasé todo el verano unida a los circenses y al trapecista. A veces le bromeaban a Shedu, sobre la niñita que le perseguía a todas partes y le idolatraba. Pero él siempre era amable conmigo y yo sólo soñaba con crecer.
Fui invitada a cada una de las actuaciones, que al acercarse a mediados de agosto estaban ya casi vacías de gente. Y un día cuando me levanté por la mañana para ir a visitarlos, se habían ido. Lloré durante días por lo que me tomé como una traición y un desamor, ambas cosas juntas.
Pero lo peor era ver la explanada vacía, cubierta por las huellas y los recuerdos de lo que fue un verano perfecto.

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Ese verano cumplía veinticinco años y acampaba con unos amigos en la costa de Cádiz. Había decidido irme al sur después de tanto tiempo, a rememorar la infancia con mis abuelos andaluces y a averiguar qué eran los burgaillos esos de los que siempre hablaba mi padre.

Estábamos pasando un verano magnífico, disfrutando de la playa y de la gente. Cantando y riendo.
Un día vimos un cartel del circo. Hubiese reconocido la cara de Luca en cualquier parte, por mucho tiempo que pasara.

Nadie entendió mi cambio de ánimo y mi posterior insistencia para que fuéramos. Siempre había criticado al circo, en mi despecho por haberme dado lo más hermoso y de golpe arrebatármelo un día. Sin embargo había algo dentro mía que necesitaba ver de nuevo a Shedu.

La tarde del espectáculo para el que teníamos las entradas, me colé por entre las caravanas, que seguían todas iguales. No me costó encontrar la del trapecista. Llamé. Una mujer bonita en mallas rojas me abrió la puerta. De repente todo dejó de tener sentido. Hacía 17 años de aquél verano. La ciudad se había tragado ya mi casa, la explanada e incluso puede que mi alma y allí estaba yo, persiguiendo mis ilógicas fantasías de cuando tenía 8 años.

- ¿Eeeeee....eeeeee....está Santi?

Shedu se acercó a la puerta y me vió. Tuvo un momento de duda pero entoces sonrió con su sonrisa franca y me abrazó.

- ¡Pequeña! ¡qué sorpresa!

Salimos a hablar, y caminamos acercándonos a la playa. La gente se sorprendía: ya llevaba puesta la ropa para la actuación. No parecía haber pasado el tiempo por él, sin embargo yo sí que había cambiado y las leyes de la lógica también.

Reímos, nos contamos nuestras respectivas vidas y cuando iba a irse le besé. Así yo creía cumplir un rito y dar por acabada, ahora, mi niñez. Como cuando te das cuenta de que tus héroes no son reales, yo acaba de hacer terreno al hombre que yo misma convertí en épico.

Y a la hora de entrar bajo la carpa, cuando volví a sentir esa sensación de emoción, algo parecido al miedo se apoderó de mí. Un vértigo indecible. Dije que me había dado mucho el sol, nos fuimos al camping de vuelta...

A la mañana siguiente el circo canceló sus actuaciones, todo el mundo hablaba de trágico accidente.
Él era capaz de volar, de alcanzar el cielo y codearse con los dioses. Yo introduje en él el desequilibrio, como un mosquito que contagia de una enfermedad letal. Ese día los brazos quisieron ser brazos y no alas...

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Yo introduje en él el desequilibrio...Y lo introduje en mí. ¿A dónde estarán las leyes de la física? ¿A dónde la lógica? Las busco tras los cuadros, bajo la cama, entre los granos de arena, en las despiadadas calles de la ciudad. Los altos edificios se alzan hacia al cielo, en otro intento de los hombres de acercarse a los dioses (quisiera pensar que la gente no se hacina por otro motivo). Sobre nuestras cabezas vuelan millones de cacharros enormes de metal, nada gráciles, nada ligeros. Yo abro las bocas de la gente que me encuentro por la calle buscando dentro la lógica...pero no está...no está... Ellos se indignan demasiado. En los libros, en los rostros...no queda rastro del equilibrio...No. No queda rastro del equilibro...

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