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jueves, 23 de junio de 2011

Historias del circo I

I. EL DESEQUILIBRIO

Nunca nadie manejó el arte de volar como Shedu. El suyo era un tiempo agradable para los niños y para el circo, aunque usar Shedu y tiempo en dos frases consecutivas bien podría destrozar toda la veracidad de mi relato: porque cuando Shedu subía al trapecio, el tiempo dejaba de existir...

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Fue el tiempo lejano y parcialmente olvidado en el que yo era una niña de ocho años que descubría por primera vez el circo. Ese verano cambió todo o terminó todo o quizás empezó todo... Lo cierto es que fue un verano feliz.

Mi casa era una de esas que aún quedaba a las afueras de una ciudad en constante crecimiento, y por eso yo envidiaba a mis amigas que ahora en vacaciones podrían pasear por calles llenas de gente y ver a los mimos y músicos en las grandes avenidas peatonales. Por mi parte, pasaría el verano recogiendo lagartijas y caracoles come-girasoles de la vereda, tirada en las horas de puro sol bajo los olivos esperando aparecer los duendecillos de las aceitunas.

Un par de veces al día pasaba el tren y yo lo observaba muda sobre mi cabeza...siempre sobrecogida por la idea de que un monstruo enorme y ruidoso de metal transitara por encima mía. Desde pequeña mi padre había intentado explicarme que es normal si vives en la loma de una montaña que haya cosas sobre ti. Pero a mí no me parecía tan lógico: las cosas pesadas debían estar definitivamente unidas al suelo y las más ligeras sobre ellas. Era mi más firme convicción infantil sobre la disposición de las cosas y por ello era verdad: pura física, pura lógica y puro equilibrio.

Ya habían pasado los diez primeros días de julio y el aburrimiento se estaba apoderando de mí. Había conseguido entretenerme unos días en la construcción de una casita de madera para mi gallina favorita, y luego un par de ellos persiguiéndola para intentar que entrase en ella. A ello le siguieron un par de días de desilusión y después...nada.

Pero ese verano iba a ser diferente: a los pocos días empezaron a llegar a la explanada junto a nuestra casa camiones, coches y caravanas... Pregunté intrigada: era el circo. Mamá me dijo que tuviera cuidado con los circeses, que podían ser gente muy extraña. Siempre he creído que los padres no saben el reclamo que resultan las palabras “extraño” o “peligroso” para los niños.

Esa misma tarde paseaba entre las caravanas y los camiones, de donde gente por lo demás bastante normal, descargaba disfraces llamativos y multitud de objetos desconocidos para mí. Me quedaba embobada escuchando las órdenes enfadadas de uno, las bromas celebradas de otros, pero justo ese día vinieron mis primos a casa y mi madre vino a buscarme con cara de pocos amigos.

Al día siguiente me levanté con la idea fija de buscar a los payasos y me perdí entre caravanas y ajetreados circenses, sin encontrarlos. En un momento dado me llamó la atención las faldas vaporosas de bailarina que llevaban unas mujeres por allí...me acerqué a ellas pero entraron corriendo bajo la carpa.

Hablaba a ratos con mucha gente distinta y Mauricio, uno de los domadores, siempre me invitaba a limonada fría cuando empezaba a caer la tarde, después de haber terminado su actuación vespertina.
Me había enamorado del circo y a ratos quería ser contorsionista, payaso o domadora. Lo extraño es que me encantaba lo que ellos me contaban que era el circo, pero nunca había estado bajo la carpa para ver sus actuaciones. Me parecía emocionante lo que Maricio hacía con los leones o chistoso eso de que Luis le tirara tartas en la cara a Luca. Pero los leones o incluso las tartas sólo eran producto de mi imaginación. Por eso esa tarde, cuando conocí a Shedu, sólo pude imaginármelo agarrándose a las telas y colgándose de ellas: pero no me pareció hermoso ni grácil, porque mi mente no podía concebir la idea de que un hombre de su tamaño pudiera simplemente alzar los pies del suelo.

Para mí el trapecio, la cuerda aérea o la tela eran territorio de la mujer, ligera aunque fuera fuerte, capaz de moverse en el aire por su arquitectura ligera y nada angulosa.
Y sin embargo todos decían que ver a Santi en el aire, era el mejor espéctaculo del circo.
Creo que no lo conté antes: Shedu se llamaba Santiago Pérez, pero le habían cambiado el nombre porque no era artístico. La verdad, yo tampoco creería nunca que alguien que se llame así pudiese volar, pero era un nombre bonito: así se llamaba mi abuelo el de la costa, el que tenía el barquito e iba por las rocas recogiendo cangrejos y burgaillos. Se lo conté, pero no sabía que era un burgaillo, lo mismo sólo existían en el sur (pensé yo). Él a cambio me contó la historia de por qué Shedu. Yo sin embargo sólo lo escuché a medias, pensando como estaba en el vaivén de la barquita del abuelo.

Pasadas las primeras semanas, la gente empezó a comprar menos entradas y quedaban asientos libres así que me invitaron a entrar y ver por una vez el verdadero circo.

El simple hecho de atravesar el hueco que las dos telas de la carpa dejaban libre para pasar al público era emocionante. Dentro, cientos de niños sonreían, miraban a todas partes, se entusiasmaban e impacientaban mientras cientos de adultos trataban de disimular lo entusiasmados e impacientes que estaban, mirando a todas partes... Un redoble..., luces que se apagan..., luces que se encienden.., humo..., Antón que vestido de lentejuelas nos saluda y nos da la bienvenida a su circo...

Y así comenzaba la magia...Nunca ni en mi más fantástica imaginación de niña pequeña y creativa hubiese sido capaz de imaginar aquello. Las imágenes y sentimientos se agolpaban en mí, de forma que no sabía si quería reír, llorar o incluso a veces gritar de miedo al ver a los verdaderos leones, las verdaderas tartas, los verdaderos bailes.

Pero nada cambió mi vida como el momento en el que vi a Shadu subirse a las telas y al trapecio.
Su espalda y su pecho, ahora semicubierto con una malla ajustada, se veían más grandes aún que cuando vestía ropa común: sin embargo sus músculos y tendones, contraídos para hacer el esfuerzo de sostenerse en el aire, no parecían darse cuenta del esfuerzo. No temblaba, no dudaba.
Giraba, se envolvía, se balanceaba, se dejaba caer, se sostenía con los pies. Volaba.
Y yo temblaba, dudaba, contenía el aliento, me sentía caer. A veces quería girar la cabeza o mirarme a los pies, pero como un imán su imagen volvía a atrapar mi mirada.
A veces sentía que yo era la que estaba bocabajo. Y entonces comprendí que yo no sabía nada de la física.

Comenzó a columpiarse y sus brazos, demasiado grandes para que parecieran alas, demasiado toscos en tierra, parecían continuación de la tela en el aire. Ligeros, suaves. Entonces se soltó y literalmente planeó por los aires hasta alcanzar un trapecio en el que ninguno de los que estabábamos allí habíamos reparado antes. Mi corazón se paró, dejé de respirar, y comprendí que si él estaba vivo y todos nosotros (helados, sin sangre ni oxígeno en nuestras venas) seguíamos vivos, era porque el tiempo se detenía. No era lógico, pero tuve una firme convicción infantil de que era verdad. Quizás hasta ahora, yo no sabía nada de la lógica.

Y tras quién sabe cuánto tiempo más, o no-tiempo más estuvo allí, haciéndonos creer lo imposible, hasta que tras un triple giro cayó de pie sobre la tierra, apelmazada por unas cuantas actuaciones y por el miedo al aterrizaje. Y el circo se puso en pie. Los corazones de repente volvieron a funcionar, el tiempo volvió a su sitio, se sacudieron los cuerpos en vítores y palmas. Y yo me sentí mareada, no podía seguir viendo nada más. Como estaba junto al pasillo me levanté y comencé a bajar las escaleras, temblaba. Tropecé y rodé hasta el final. Tampoco sabía nada del equiibrio.

Ni que decir tiene que esa noche no pude dormir, ni las siguientes. Me había enamorado de Shedu, de Santi como me gustaba imaginar que le llamaba. Y pasé todo el verano unida a los circenses y al trapecista. A veces le bromeaban a Shedu, sobre la niñita que le perseguía a todas partes y le idolatraba. Pero él siempre era amable conmigo y yo sólo soñaba con crecer.
Fui invitada a cada una de las actuaciones, que al acercarse a mediados de agosto estaban ya casi vacías de gente. Y un día cuando me levanté por la mañana para ir a visitarlos, se habían ido. Lloré durante días por lo que me tomé como una traición y un desamor, ambas cosas juntas.
Pero lo peor era ver la explanada vacía, cubierta por las huellas y los recuerdos de lo que fue un verano perfecto.

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Ese verano cumplía veinticinco años y acampaba con unos amigos en la costa de Cádiz. Había decidido irme al sur después de tanto tiempo, a rememorar la infancia con mis abuelos andaluces y a averiguar qué eran los burgaillos esos de los que siempre hablaba mi padre.

Estábamos pasando un verano magnífico, disfrutando de la playa y de la gente. Cantando y riendo.
Un día vimos un cartel del circo. Hubiese reconocido la cara de Luca en cualquier parte, por mucho tiempo que pasara.

Nadie entendió mi cambio de ánimo y mi posterior insistencia para que fuéramos. Siempre había criticado al circo, en mi despecho por haberme dado lo más hermoso y de golpe arrebatármelo un día. Sin embargo había algo dentro mía que necesitaba ver de nuevo a Shedu.

La tarde del espectáculo para el que teníamos las entradas, me colé por entre las caravanas, que seguían todas iguales. No me costó encontrar la del trapecista. Llamé. Una mujer bonita en mallas rojas me abrió la puerta. De repente todo dejó de tener sentido. Hacía 17 años de aquél verano. La ciudad se había tragado ya mi casa, la explanada e incluso puede que mi alma y allí estaba yo, persiguiendo mis ilógicas fantasías de cuando tenía 8 años.

- ¿Eeeeee....eeeeee....está Santi?

Shedu se acercó a la puerta y me vió. Tuvo un momento de duda pero entoces sonrió con su sonrisa franca y me abrazó.

- ¡Pequeña! ¡qué sorpresa!

Salimos a hablar, y caminamos acercándonos a la playa. La gente se sorprendía: ya llevaba puesta la ropa para la actuación. No parecía haber pasado el tiempo por él, sin embargo yo sí que había cambiado y las leyes de la lógica también.

Reímos, nos contamos nuestras respectivas vidas y cuando iba a irse le besé. Así yo creía cumplir un rito y dar por acabada, ahora, mi niñez. Como cuando te das cuenta de que tus héroes no son reales, yo acaba de hacer terreno al hombre que yo misma convertí en épico.

Y a la hora de entrar bajo la carpa, cuando volví a sentir esa sensación de emoción, algo parecido al miedo se apoderó de mí. Un vértigo indecible. Dije que me había dado mucho el sol, nos fuimos al camping de vuelta...

A la mañana siguiente el circo canceló sus actuaciones, todo el mundo hablaba de trágico accidente.
Él era capaz de volar, de alcanzar el cielo y codearse con los dioses. Yo introduje en él el desequilibrio, como un mosquito que contagia de una enfermedad letal. Ese día los brazos quisieron ser brazos y no alas...

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Yo introduje en él el desequilibrio...Y lo introduje en mí. ¿A dónde estarán las leyes de la física? ¿A dónde la lógica? Las busco tras los cuadros, bajo la cama, entre los granos de arena, en las despiadadas calles de la ciudad. Los altos edificios se alzan hacia al cielo, en otro intento de los hombres de acercarse a los dioses (quisiera pensar que la gente no se hacina por otro motivo). Sobre nuestras cabezas vuelan millones de cacharros enormes de metal, nada gráciles, nada ligeros. Yo abro las bocas de la gente que me encuentro por la calle buscando dentro la lógica...pero no está...no está... Ellos se indignan demasiado. En los libros, en los rostros...no queda rastro del equilibrio...No. No queda rastro del equilibro...

lunes, 13 de junio de 2011

Torre vigía

(Aviso a navegantes: es un texto largo porque es la adaptación de un cuento para contar.)

Hay una plaza en Cádiz a la que uno sólo llega cuando no se lo plantea. Está tan escondida, que es imposible buscarla de antemano. Tropezarse con ella mientras se deambula es la única forma de encontrarla. En esa plaza, uno se encuentra con el destino.

No estoy siendo metafórica: “El Destino” es una pequeña torre vigía de una finca del siglo XVIII, a la que se accede desde una tienda de antigüedades llamada “Sirenas”.
Para los que no conozcan mi ciudad les explicaré que el centro de Cádiz está repleto de casas que en sus azoteas tienen torres desde las que se puede ver el puerto, construidas por los comerciantes ricos de la época para vigilar la entrada y salida de mercancías.

Mis pasos me habían llevado ya dos veces anteriores a ella: a sus dos bancos, a sus dos naranjos, a la pequeña fuente cubierta de verdín... Pero ninguna de esas veces iba sola, como para dar rienda suelta a mi curiosidad. La primera caminaba con unos amigos imbuidos en una conversación intrancesdente, pero muy interesante. No me paré demasiado en observar ni guardar detalles de la plaza pero adivinando su gran potencial poético y ávida de nuevas teorías e historias, traté de recordar los pasos que dimos ese día y así saber al menos la zona por dónde buscarla. Durante semanas pasé de vuelta de clase por la misma calle, jurándome y perjurándome que estaba allí.

La segunda vez era de madrugada, y estaba tan ebria de amor que se me desdibujan los pasos y las horas y las calles. No es extraño, creo que recuerdo besos en cada portal, hecho que en la práctica es potencialmente improbable. Sólo sé que cuando me escurrí sobre su pecho en un banco húmedo por la bruma de la noche, un azahar cayó sobre mi hombro. Aspiré su aroma y embriagada escuché correr el agua. Entonces separé mis labios de su boca, levanté los ojos, y vi frente a nosotros ese cartel de madera que anuncia, “Sirenas. Antigüedades.” Reconocí la fuente. Sonreí al descubrir que mi intuición sobre la poesía que desprendía la plaza era cierta. Y no volví a pensar mucho más, porque mi corazón ahogaba a gritos a mi razón y mi consciente.

Y bueno, tuve que esperar años, hasta que encontré mi Destino. Fue una tarde de principios de junio, extrañamente fría y nublada para las fechas. Había dado un paseo junto al mar y me había tirado en una roca junto al Castillo de San Sebastián. Sólo se escuchaba el mar y se olían las algas. El murmullo de una tarde de playa en la Caleta se lo habían llevado las nubes oscuras y el frío poniente. Y de mí se apoderó un estado de felicidad (y misticismo como diría mi hermana) que me hace ir por las calles como loca, sonriéndome sin interesasrme en absoluto a dónde voy.

Giré una esquina y caminé por una calle como cualquier otra, que me sonaba ligeramente. A mitad de la calle miré a la izquierda y no terminé de creérmelo: allí estaba la plaza y allí estaba yo, sola y contenta y curiosa y atemporal. Me senté en uno de los bancos a mirar y escuchar un rato el agua de la fuente.

Saqué mi libreta para empezar a escribir, pero antes de haber puesto ni una sola palabra, escuché un crujido que provenía de la puerta de la finca. Era el viento moviendo el cartel de Sirenas. Hasta ahora no me había dado cuenta que la puertecita de la tienda de antigüedades estaba abierta. Cerré de inmediato el libro. No me gusta ir de tiendas, salvo algunas excepciones: jugueterías y farmacias por la cantidad de colores, tiendas de verduras y frutas por los olores y tactos, tiendas libros y objetos antiguos por pura curiosidad...
Además ya le había dado algunas vueltas al nombre: en sí ya tenía poesía y no tenía nada que ver con los de las típicas tiendas de nombre en francés y dependienta empalagosa y clasista. Tenía pinta de ser algo más marinero, más gaditano.

Entré y hubo algo, no sé muy bien el qué, que se me movió dentro. En una hilera a mi derecha, mirando todos hacia un mostradorcillo de madera, había reproducciones de barcos de vela: en madera, en metales, en cristal. Una figura de un marinero pintando su barca. Dos sirenas mirando al horizonte sobre la Piedra Barco. Un nenúfar en un cuenco de agua. Un móvil con el modelo geocéntico. Un laúd. Relojes de arena y solares. Millones de cosas que no sabía lo que eran. Gramolas. Discos de vinilo. Sonaba Gardel, cosa que me pellizcó de nuevo en algún lugar de mi hemitórax izquierdo. Una figura antigua de cerámica que representaba un barbero. Me emocioné.

Buenas tardes.- Me saludó un hombre desde el mostrador.

Yo, que veía borroso, através de mis emocionados ojos me encontré con esos ojos azules profundos, surcados de arrugas y sólo acerté a decir: -Mi abuelo era barbero..... y... guardagujas en los trenes..... Lo de barbero en realidad eran unos ingresos extras.......Pero aún me pregunta la gente mayor del barrio si soy la nieta del barbero.....
Me sentía un poco idiota contándole todo eso como respuesta a su saludo, sin conocerlo de nada.

El comentó: -La música también ayuda ¿no?
Lo miré atentamente y él dibujó una sonrisa tan enternecedora, que me volvió a pasar: sin poder evitarlo le estaba contando cosas sobre los mercados de antigüedades de San Telmo y sobre Buenos Aires. Él, creo que conmovido por verme con las emociones tan a flor de piel, me habló sobre una amante suya argentina. Bromeamos un poco sobre el chamuyo argentino. Y al poco rato estábamos riendo de todo y él me contaba uno por uno como consiguió los objetos de su tienda.

Su historia era fascinante: había sido fotógrafo de cierto prestigio. Su trabajo le había llevado por todo el mundo y su carácter afable le había hecho conocer a personas increíbles en circunstancias inimaginables.

- Durante toda mi vida guardé como recuerdos objetos que compré... que encontré... que me regalaron... cosas que diseñé e hice con paciencia. Esto que ves es el signo patente de que estoy vivo.

-Pero...no lo entiendo...¿por qué los vendes entonces?

- En realidad no vendo mucho, no sé por qué pasa poca gente por aquí. (En ese momento me recordé a mi misma caminando por Cádiz, intentando buscar la placita.) Pero cuando viene alguien, suele ser una persona sin prisa que disfruta la conversación: los recuerdos no atraen a quién vive por el mañana. Así que compartimos buenos momentos, ellos se llevan un trozo de mi vida y yo me quedo para siempre en las suyas.

Impresionada por su generosidad pero sorprendida empecé a decirle: -Pero...

-Ven conmigo. Tomemos algo.

No dudé ni un instante y le seguí entre los millones de objetos hasta la puerta por la que él había aparecido. No había trastienda. Todo lo que había para ver estaba a la vista del público.
Subimos por una escalera empinada entre trino de pájaros y macetas de geranios. Había salido un poco el sol.

-Bienvenida al Destino de las Sirenas.

Abrió una puerta de color verde donde acababa la escalera sin que uno se lo esperara. Entramos a una habitación pequeña con sólo un escritorio, libros apilados, un caballete con un cuadro y una silla. Estaba entera acristalada, a todos lados podía verse el mar.

-¿Café o té?- me preguntó- Café, por supuesto. No sé ni por qué te lo pregunto.

No me extrañó que sin que lo hubiera dicho, hubiese intuido lo que significa para mí el café. Si por algo sobresalía ese día era por las intuiciones.
Bajó por las escaleras y me dejó allí apabullada, sobreestimulada, demasiado llena de percepciones y sentimientos. Supongo que siempre es así la primera vez que uno ve El Destino.

Observé cuidadosamente los libros. Creo que se puede conocer mucho a una persona por su biblioteca. Las Ciudades Invisibles que casualmente yo acababa de terminar de leer, reposaba encima de una pila de títulos desconocidos para mí. Me conmovió ver allí ese libro, un día en el que mi ciudad me descubría un nuevo rincón. Esa tarde que parecía sacada sin duda de una de las historias de Marco Polo.

En la mesa, muchísimas figuras de papel, minuciosamente dobladas, se amontonaban. Rebujadas una sobre otras, costaba diferenciarlas. Pero se veía que estaban hechas con demasiado cuidado para que se las dejase así amontonadas por las buenas.

-Tenga señorita. Probablemente el café nunca haya probado unos labios tan dulces.

No era un piropo. Era una de mis frases. Yo sólo podía pensar en el Destino...

-Te dejé a medias una explicación...

Abrió el libro, arrancó una página al azar (Sofronia) en medio de una exclamación mía de sorpresa e indignación.

Y comenzó a hablar mirándome a los ojos, mientras con las manos doblaba y volvía a doblar suavemente el papel.

-Vivimos. Sentimos. Vamos surcando, acariciando el tiempo (su mano se deslizaba en ese momento sobre la superficie del papel), decidimos meternos entre los entresijos del mundo, dejando cicatrices (sus manos, demasiados precisas para su edad, daban la vuelta al papel y desde ese barranco azul de sus ojos observaba la marca que había dejado uno de los dobleces). Al final, El Destino es donde se amontonan todos nuestros actos y nuestras obras.

Se detuvo un momento, había acabado un barco de papel. Lo dejó junto con las demás figuras.

- Verás yo crucé medio mundo buscando mi destino, y en ese vivir siempre dejaba millones de cosas atrás, de las que guardaba sólo recuerdos en una antigua finca de mi abuelo. Un día tras uno de mis viajes, volví y me sentí terriblemente viejo y cansado. Me enfrasqué en los recuerdos y reviví mil historias. Pero al cabo del tiempo empecé a sentirme profundamente solo.
Un tinte de amargura escapó en su voz, y ahora sus ojos azules eran más azules y líquidos si se puede, más parecidos al mar que nos cercaba de lejos.

"Un día mientras pintaba ese cuadro que ves en el atril y miraba al mar, me di cuenta de que me había pasado media vida dejando atrás lugares y personas por perseguir a mi destino y la otra media cargando con el recuerdo de lo que había dejado atrás sin poder liberarme de ello.
Ese día decidí que a las cosas a las que amas tienes que dejarlas ser libres. Y yo amaba mis recuerdos, los amaba más que a nada: tanto que me encerraba en ellos y los encerraba en mí para no perderlos. Sin embargo era yo el que estaba perdido".

"Abrí la tienda. La llamé Sirenas por el canto que me había seducido hasta casi llevarme a la perdición y comencé a desprenderme de los objetos. Con sorpresa vi como al dar las cosas no sólo no perdía el recuerdo, sino que lo reforzaba y además amplificaba lo que significaba para mí porque me hacía pasar un gran momento mientras lo compartía.
Así cada día me fui liberando de las cosas que me ataban y me fui haciendo más libre. Salía cada vez más de mi casa, tenía más amigos: era feliz.

Este es mi Destino, Ina. No es un dónde, ni un cuándo, es un cómo. Llegué a él cuando dejé de anclarme en el futuro y en el pasado. Cuando pude andar sin importarme hacia dónde, valorando lo que se cruza en mi camino, las cosas sencillas, las personas.
Hoy es mi Destino, y es tu Destino. Nada tiene que ver con las poezas, es tu café y mi barco de papel. Es Gardel y el barbero guardagujas. El recuerdo de una noche de primavera en la que un azahar te rozó el hombro en un banco húmedo".

Y diciendo esto, abrió una ventana y uno por uno me iba mostrando aviones de papel, grullas y otros animales, flores, estrellas … y las soltaba al viento y veía cómo se iban. Se estaba liberando de las cicatrices que había dejado en los papeles, independientemente de que fueran sus obras y que fueran bellas. Porque a las cosas a las que uno ama hay que dejarles libertad para que crezcan.

Me contó muchas historias más. Cómo consiguió en el Caribe una planta que curaba la tristeza, mientras hablaba con un chamán en un viejo granero. Cómo le ganó al ajedrez a aquél secuestrador que lo liberó. Cómo sobrevivió a una tormenta en una balsa salvavidas. Me enseñó el reloj que encontró en la barriga de un cocodrilo. El hilo que le dió Wendy con el que había cosido la sombra de Peter Pan. Me contó la historia de la puta que quería ir a la luna, porque allí le esperaba su amante. La teoría sobre los gatos de una loca en el Campo del Sur. Las instrucciones para volar una cometa. Una patata a la que le escribieron una oda.

El sol, que al final había ganado a las nubes, empezaba a esconderse perezoso por las aguas de la Caleta. Yo comprendía que se estaba acabando la tarde y no quería que pasara el tiempo.

-Y ella, ¿quién era?- Le pregunté mirando el cuadro que descansaba sobre el atril y que le había hecho entender cuál era su destino...
-Ella... es mi obra más perfecta, de la que nunca lograré liberarme. Cada una de sus sonrisas y sus gestos está en ese cuadro...

No dijo nada más, recogió la bandeja con las tazas de café vacías y yo supe que debía seguirle. Dejar atrás una de las torres vigías más bellas de Cádiz. Dejar atrás el Destino.
Bajamos a las Sirenas. Él me regaló la figura del barbero.

Llorando salí de la tienda, y él cerró la puerta tras decirme adiós con la mano. Yo me senté un rato en uno de los bancos a que se me pasara la congoja y vi, al borde de la fuente, que seguía cantando ajena a mi tristeza, un barco de papel. No cualquiera, el que contenía a Sofronia, el que habían hechos sus manos mientras me hablaban sus ojos. Lo recogí, y entendí que no debía tener pena. No debía pesarme el recuerdo de lo vivido, sino alegrarme de haberlo vivido y regocijarme en la alegría de haber tenido una tarde colosal.

A veces, cuando ando un poco triste, me tienta la idea de buscar esa plaza. Aún a sabiendas que no podré encontrarla. Ahora sé que el Destino puede estar ante mí o a mis espaldas, pero de nada sirve buscarlo. Los pasos que he dado para llegar a él siempre vendrán conmigo. Ese es mi verdadero destino.


Gracias, muchísimas gracias. Por lo que me enseñaste y por el barbero de cerámica.

domingo, 12 de junio de 2011

Las mil y una excusas en vela

Cuando llega junio me parapeto en una montañas de excusas para no estudiar.
Cuando llega el calor me escondo entre volutas de excusas para no dormir.
Cuando llueve siempre tengo millones de buenas razones que suenan a excusa para no llevar paraguas, y miles de malas razones que ni siquiera intento excusar para acabar en la playa.
Cuando abrazo mi guitarra y solo puedo desmembrar ruidos incoherentes siempre es por mi falta de oído o por mi falta de tiempo.
Excusada en mi corazón roto, comencé a amar a los demás.
Excusada en otro corazón roto, me interesé por el cine clásico.
Ehhh...sí...No es verdad que me hagan daño las sandalias, siempre busco una excusa para descalzarme.
Aún ando buscando excusas para quitarme también la ropa.
Cuando no puedo dormir escribo. Cuando tengo demasiado para escribir no duermo, ni escribo. Cuando me asedian las imágenes y las palabras me escondo tras la excusa de mi ineptitud para no escribirlas.
Cuando veo las estrellas me pierdo en excusas para alcanzarlas. Vuelo en sondeos de amaneceres, dándome motivos para permacer tumbada bajo la noche.
Cuando me toca saltar al vacío busco siempre vía alternativa, o que alguien me coja la mano y tire de mí.
Luego, disfrutando el abismo, me pregunto la validez de las excusas que me insufla el miedo.
Cuando estoy lejos (geográficamente hablando) busco una excusa para sentirme cerca y una vez que estoy cerca me alejo (metafóricamente hablando).

No tengo excusa: soy un desastre.

Pero a mi favor tengo que decir que entre tantas estúpidas excusas hay dos que me determinan y me hacen ser como soy. Sentir y amar son mis excusas para seguir viviendo. ¿o quizás me estoy excusando?