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martes, 6 de julio de 2010

Hoy he dejado colgado mi disfraz de mariposa nocturna y lo cierto es que me siento en parte extraña por estar escribiendo a plena luz. Casi que siento mis palabras un poco desnudas y expuestas, desprovistas de ese ambiente de intimidad que me proporciona mi flexo y la pantalla de mi ordenador.

Hoy he tenido un sueño horrible, quizás incluso yo sea la culpable. Llevo muchos días dándole caña a mis cuentos para contar, y entre ellos quería uno que impactase y hasta doliese. Duele...de hecho duele.

Una mujer en una cocina, lleva una túnica holgada, para que no se vean sus curvas (o más bien ángulos) si bien se adivina que está muy delgada. Está preparando tortas de maíz, muy finas, casi transparentes. Entra otra mujer, ésta más contundente. Más contundente en todos los sentidos, tan contundente que incluso da miedo.
Tiene aspecto sombrío, pero apacible.
La rodea por la cintura, y en ese abrazo de apariencia frío puede verse como la primera mujer es aún más delgada de lo que esperábamos. La besa en el cuello y le pregunta: -¿no han venido los niños aún?

La primera mujer niega con la cabeza y continúa para arriba y para abajo preparando un salón de juegos. Juguetes antiguos, raídos, pero de esos que aún fomentan la imaginación.

No tardarían en llegar los niños. Hacían años que venían. Los más mayores ya estaban resignados a ello. Los pequeños aún protestanaban cuando su madre los dejaba allí, mientras que iba a intentar ganarse un jornal aunque no fuese posible todos los días. Aún así aprendían rápido, los más pequeñitos eran los que más rápido aprendían de que de nada servía quejarse, sólo para gastar energías.

Y al fin comenzaron a llegar. De todas las edades, morenos, con unas sonrisas preciosas. La primera mujer se desvive con ellos, los abraza, los acuna, les canta.
La segunda permanece apartada, mirando.

Pero no les gustan, a los niños no les gustan ninguna de las dos. Vienen cada día resignados pero con un vacío descomunal dentro, como una pesadez que duele y va doliendo cada vez más con el tiempo.
Preferirían correr junto al río, jugar al escondite, ser niños. Sin embargo las miradas en esa sala no reflejan niños. Nadie corre, pocos juegan, sólo aquellos que acaban de llegar...

La mujer delgada reparte una ínfima cantidad de tortas semitransparentes entre ellos. Se produce un ligero alboroto, lo más cercano a un instante de alegría. Los ojos dan las gracias, las sonrisas dan las gracias, los estómagos no tanto.

A la hora de irse algunos niños lloran: "Mamá, por favor, no me traigas mañana" A la madre se le saltan las lágrimas, no tiene otra opción que seguir llevándolos.

Cuando se van todos, la segunda mujer sonríe, tierna. "Me haces casi todo el trabajo". La otra no dice nada, le mira a los ojos. Nunca dos vacíos tan profundos había coincidido en el espacio y en el tiempo. Ambas se abrazan, se desnudan, se acarician...

Una aldea de América. El hambre y la muerte juguetean, se abrazan, son una.
Los niños quieren ser niños.